Los despidos colectivos tras la reforma laboral de 2012

611px-Artgate_Fondazione_Cariplo_-_Canova_Antonio,_Allegoria_della_Giustizia[Esta es la cuarta entrada de la serie de NeG sobre la reforma laboral de 2012, que empezó aquí.]

Últimamente da miedo leer la prensa; cada día nos desayunamos, aparte de nuevos casos de corrupción, con más despidos colectivos: Bankia, CaixaBank, Iberia, Roca, etc. Tal cobertura mediática hace pensar que los despidos colectivos constituyen la principal vía de destrucción de empleo, pero esto no es cierto en absoluto. Estos despidos han subido, pero no mucho, y suponen una pequeña fracción de la destrucción de empleo. ¿Por qué?

En 2012 accedieron a las prestaciones por desempleo 97 mil trabajadores por despidos colectivos, es decir, el 5.3% de las altas por rescisión de contratos (dos tercios de quienes accedieron tenían contratos temporales). No obstante, por los intensos flujos de creacción y destrucción de empleo, hubo 1.8 millones de altas, el doble de la destrucción neta de empleo asalariado. Los despidos colectivos supusieron, en todo caso, el 11% de esta última y el 13% de los despidos de indefinidos.

La importancia de los despidos colectivos ha crecido, pues ese 13% era el 6% en 2007. Esto se debe en parte a la supresión en 2012 del despido improcedente “exprés” (sin ir a juicio), usado en el 61% de los despidos en 2011, pero hay otros aspectos relevantes de la reforma de 2012. Esta redujo el coste de despedir, al facilitar el despido por causas económicas con indemnización de 20 días de salario –fijando como suficiente una caída interanual de ingresos durante 9 meses seguidos–,  rebajar la indemnización por despido improcedente de 45 a 33 días con un máximo de 2 años de salario en vez de 3.5, y suprimir la autorización administrativa en los despidos colectivos (ver aquí y esta entrada de Sara de la Rica).

Por la supresión de la autorización y el alargamiento de la recesión –desplazando el despido de los temporales a los indefinidos y con un impacto creciente sobre las empresas más grandes–, se esperaría un aumento mayor de la fracción de despidos colectivos. ¿Por qué no ha sucedido? En mi respuesta sigo en parte un trabajo reciente de la jurista Ana de la Puebla Pinilla (“La supresión de la autorización administrativa en los procesos de restructuración empresarial”).

Suprimir la autorización administrativa, una antigualla (de 1935) atípica en Europa que elevaba el coste de los despidos colectivos hasta el nivel de los improcedentes, fue correcto; las empresas siempre pueden pactar los despidos (la mayoría lo hace). No obstante, en la práctica, la autorización evitaba casi siempre el recurso judicial. Ahora, incluso si el despido se pacta, hay dos vías de impugnación sucesivas, la colectiva (con dos niveles de decisión) y las individuales (con tres). Aunque estos despidos han pasado del ámbito contencioso-administrativo al de lo social, mucho más rápido, tantas etapas alargan el proceso (además, los juzgados están sobrecargados).

También ha aumentado la incertidumbre para las empresas, pues muchos de los fallos judiciales recientes les han sido desfavorables. Por un lado, la ley fija condiciones objetivas como causas de despido, pero los jueces las interpretan de forma dispar. Unos entienden que se necesita acreditarlas pero no demostrar que justifican el despido, otros piensan lo contrario. Saldremos de dudas cuando se pronuncie el Tribunal Supremo, hacia 2015. Otras sentencias han declarado nulos despidos por aspectos formales: no negociar “de buena fe” –algo no bien definido legalmente– o incumplir requisitos documentales, que fueron muy ampliados en un reglamento de 2011.

Por último, se han creado nuevos componentes del coste del despido colectivo. En efecto, quienes despidan a más de 50 trabajadores deben ofrecerles un plan de recolocación externa. Según la patronal del sector, estas recolocaciones cuestan entre 3.500 y 5.000 euros por trabajador. No obstante, Ana de la Puebla sitúa la media en 3.000 euros y un artículo en Expansión indica que ese mercado se está haciendo más profundo, con lo que el precio tiende a bajar.

Además, las empresas o grupos de empresas con beneficios en los dos años anteriores que realicen despidos colectivos que incluyan a mayores de 50 años deben efectuar una aportación económica al Tesoro Público de carácter anual, creada en 2011 y ampliada en 2012. La aportación se calcula considerando las prestaciones (contributivas) y subsidios (no contributivos) por desempleo de los mayores de 50 años despedidos y las cotizaciones a la Seguridad Social abonadas por el Servicio Público de Empleo Estatal, por despidos realizados durante los 3 años anteriores o posteriores al despido colectivo, salvo los recolocados hasta 6 meses después del despido, y un canon fijo por trabajador que perciba el subsidio.

Se aplica un tipo impositivo que varía del 60% al 100%, dependiendo de los trabajadores de la empresa, los despedidos mayores de 50 años y la ratio de beneficios sobre ventas. Para una empresa de 1.500 trabajadores, el 20% de afectados mayores de 50 años y el 15% de beneficios el tipo es el 90%. La autora calcula que el coste por trabajador –con 10 años de antigüedad, 40.000 euros de salario anual y un hijo menor de 26 años– sería de 48 mil euros por la prestación más 43 mil euros por el subsidio, más 3 mil euros de canon. La indemnización por despido procedente supondría 22 mil euros. Es decir, un total de 116 mil euros. Sin considerar los costes de asesoramiento legal y una posible mayor indemnización negociada.

Por comparación, la indemnización por despido individual improcedente a 33 días sería de 36 mil euros; pero solo desde febrero de 2012, ahora mismo serían 9 años a 45 días y 1 año a 33, unos 47 mil euros. Es un 60% menos que en el despido colectivo procedente, lo que es poco razonable.

Como expuso Juanjo Dolado, los economistas hemos mostrado que es socialmente óptimo que haya costes de despido. Por ejemplo, es deseable que las empresas interioricen el perjuicio causado al resto de la sociedad al despedir trabajadores de mayor antigüedad, por su mayor pérdida de capital humano específico (como argumentan Olivier Blanchard y Jean Tirole) y, dadas sus escasas oportunidades de recolocarse, por el posible uso abusivo de prestaciones y subsidios. Penalizar los despidos colectivos puede defenderse en la medida en que afecten más a trabajadores con ese perfil. Es también razonable exigir que financien planes de recolocación, aunque si el trabajador se recoloca seguramente debería reducirse la indemnización por despido.

No obstante, estos beneficios tienen una contrapartida de costes que no cabe ignorar. Un coste prohibitivo de despedir a parte de la plantilla puede llevar a que la empresa acabe cerrando. Y para querer invertir y contratar hay que poder despedir pues, en presencia de costes de despido, contratar es también una decisión de inversión. También existe un efecto negativo de la protección del empleo sobre el crecimiento de la productividad, que tanta falta nos hace para aumentar la competitividad sin tener que reducir los salarios. Además, penalizar a las empresas grandes frente a las pequeñas desincentiva el crecimiento empresarial, lo que a su vez reduce la productividad (como ha explicado Luis Garicano, también Pol Antràs y hace poco Diego Comín) y puede ahuyentar la inversión extranjera directa, que necesitamos para salir antes de la crisis.

Por último, mayores costes de despido incentivan el empleo temporal, con muchos efectos perniciosos aparte de los relativos a la productividad (de ahí la idea del contrato único). Durante el último año se ha seguido, una vez más, la estrategia de proteger más del despido a los mayores, sesgando este hacia los jóvenes, a la vez que se fomenta su contratación temporal, lo que solo puede exacerbar aún más la enorme rotación que sufren.

Es difícil calcular el nivel óptimo de penalización de los despidos colectivos, pero la escasa fracción del total que suponen sugiere que podrían estar sobrepenalizados, en términos absolutos o relativos, lo que hace aconsejable aprovechar la experiencia del último año para intentar estimarlo, sopesando adecuadamente los costes y beneficios.

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