A vueltas con las tasas judiciales

de Fernando Gómez, Marco Celentani, Juan José Ganuza

El 20 de noviembre pasado el BOE publicaba la ley 10/2012 de tasas en la administración de justicia. La oleada de protestas de grupos políticos, instancias judiciales y sectores profesionales  ha sido importante y sonora. Se anuncian ya recursos de inconstitucionalidad. El debate, como tantas veces en España, está huérfano de razones de uno y otro lado. Aquí tratamos de presentar los principales argumentos económicos sobre la imposición de tasas judiciales, así como de poner la medida adoptada en perspectiva, tanto propia como internacional.

La reforma

Las tasas judiciales no son un invento de la Ley 10/2012. En España hubo tasas judiciales hasta el año 1987. Se eliminaron en aras de facilitar el acceso a la justicia y de evitar corruptelas en las oficinas judiciales. Pero la Ley 53/2002 las recuperó para las empresas y personas jurídicas en general, con ingresos superiores a 8 millones de euros.

La ley del 2012 hace fundamentalmente tres cosas: (i) extiende la aplicación de las tasas a los individuos y también a las personas jurídicas de reducida dimensión económica, hasta ahora exentos, así como al ámbito laboral –aunque solo más allá de la primera instancia, y con una reducción del 60% del importe en favor de trabajadores y autónomos-, también exento en el régimen previo; (ii) eleva significativamente las cuantías de las tasas en lo que a la parte fija se refiere. Por ejemplo, en una demanda civil, la porción fija pasa de €150 a €300, en lo contencioso-administrativo, de €210 a €350; la parte fija de las tasas por los recursos de apelación y casación se aumentan igualmente un 100% o más, pasando de 300 a 800 y de 600 a 1200, respectivamente. La parte variable de la tasa, que supone un 0,25 o un 0,50% de la cuantía del procedimiento, se mantiene como estaba; (iii) cambia los supuestos sujetos y exentos del pago de las tasas.

A pesar de que se trata, claramente, de la profundización en una política existente, el Ministerio de Justicia no ha explicado el éxito o el fracaso de las medidas anteriores, pues no ha ofrecido dato alguno acerca del impacto de las tasas del 2002 sobre los niveles de litigación, siendo así que la reducción de la litigiosidad es el principal fundamento de esta clase de medidas. Lo que si sabemos es que la crisis económica ha tenido un efecto relevante sobre la carga de trabajo de los tribunales. Si comparamos la situación del 2007 con la del 2011 (datos del CGPJ, La Justicia dato a dato), los resultados hablan, sin sorpresas, por si mismos. En la jurisdicción civil, se ha pasado de 1.445.728 nuevos asuntos a 1.770.947. El aumento es más acentuado en primera instancia (incluidos juzgados de lo mercantil), pues en apelación y casación el incremento es escaso. En lo contencioso-administrativo, el aumento, aunque real, es de menor dimensión, pues se ha pasado de 265.968 nuevos asuntos a 289.902. En lo laboral, de 337.364 a 437.691. En materia de ejecución de sentencias el incremento es aún más acentuado (un 70% más en lo civil, casi un 100% más en lo laboral). Los efectos sobre asuntos pendientes de resolución, niveles de respuesta judicial y dilación en el funcionamiento de la administración de justicia son fácilmente predecibles.

La reforma en perspectiva

Existen dos elementos que deben tenerse en cuenta para situar el debate sobre tasas judiciales en España.

El primero es que la existencia de tasas judiciales no es insólita en el panorama internacional. Casi todos los países de nuestro entorno tienen alguna forma de tasas judiciales, tal y como acredita el informe de evaluación de la CEPEJ (European Commission for the Efficiency of Justice, una agencia del Consejo de Europa). Aunque no hay datos comparables sobre los importes de las tasas para cada tipo de procedimiento y supuesto, si sabemos que en muchos casos el importe de las tasas es elevado, como muestran los datos de proporción de su volumen sobre el gasto público en justicia. Por ejemplo, con datos del 2010, los últimos que publica el CEPEJ, en Inglaterra  representan un 33,4% del gasto público en la administración de justicia, en Holanda el 19,3%, en Italia el 10,7%. La variabilidad es alta en Europa Occidental, desde un 0,8% de Suecia, hasta un 44,3% en Dinamarca. La media de todos los países del Consejo de Europa está en el 28,3%, y la mediana en el 27,9%. En España las tasas de la ley 53/2002 representaban el 4,38% del gasto en administración de justicia (el porcentaje está algo sesgado a la baja porque en el caso español se incluye en el denominador la asistencia jurídica gratuita, pero el efecto es probablemente reducido).

El segundo es que la ley aborda los posibles inconvenientes en términos de equidad eximiendo del pago de las tasas las personas que tienen derecho a la asistencia jurídica gratuita por tener escasos recursos económicos (renta bruta familiar inferior a dos veces el IPREM, en la actualidad 7.455,14€). Es obviamente discutible si el umbral actual es demasiado bajo y será interesante comprobar si los ingresos de las nuevas tasas se aprovecharán para ampliar el régimen de asistencia jurídica gratuita y mejorar la equidad en el acceso a la justicia, como el gobierno ha declarado tener intención de hacer.

La teoría económica: tasas y subsidios

El punto de partida para el análisis económico de la imposición de tasas judiciales es la evaluación de la decisión individual de plantear una demanda ante los tribunales en relación con los costes y beneficios sociales derivados de tal decisión. Pensemos, por ejemplo, en la persona que piensa si plantear o no una demanda contra un vecino que hace ruido por la noche, para que le indemnice de las molestias causadas, o contra una empresa que realiza emisiones que pueden ser contaminantes y que perjudican a su huerto. También en el trabajador que piensa demandar a su empresa por prácticas presuntamente discriminatorias, o en el ciudadano que considera si debe demandar o no a la Administración Pública que mantiene descuidado un parque, o que ha dictado un reglamento que le perjudica. Dejamos fuera las cuestiones penales, pues estas se hallan exentas de la aplicación de las tasas.

En estos casos, como señala la literatura (Shavell, Journal of Legal Studies, 1997), hay una discrepancia fundamental entre los retornos privados y los retorno sociales de litigar y cabe esperar que un demandante no internalice los costes y los beneficios sociales de su demanda.

Por el lado de los costes, el demandante ignora -salvo en la parte de la condena en costas, si pierde el caso- que el litigio supone costes de defensa para la parte demandada. Y también quedan fuera de su cálculo los importantes costes para el sistema judicial, en definitiva, para el contribuyente. Por el lado de los beneficios el demandante no internaliza el efecto que su demanda puede tener en disuadir comportamientos ilegales: el trabajador que demanda a su empresa por discriminación no hace suyo el efecto positivo que una condena a su empresa puede tener sobre los incentivos del resto de las empresas a dejar de discriminar. Es decir, la demanda puede tener un efecto social preventivo que el demandante no tiene en cuenta a la hora de decidir si demanda o no.

Al haber costes y beneficios externos no internalizados por el demandante podemos tener, en relación con los niveles deseados, tanto un exceso como un déficit de demandas. No solo, la discrepancia entre incentivos privados e incentivos sociales se extiende a la intensidad del litigio, es decir a la decisión de cuánto gastar en el pleito y a la de perseverar en el mismo o aceptar un acuerdo extrajudicial con el contrario.

Idealmente, para mantener los niveles de prevención promovidos por la amenaza de acción judicial y al tiempo reducir los costes colectivos de la administración de justicia,  serían necesarias unas tasas impuestas a los demandantes, que reflejen los costes externos y unos subsidios a los demandantes para que hagan suyos los beneficios externos de su demanda (Shavell, Journal of Legal Studies, 1997 y Polinsky y Rubinfeld, Rand Journal of Economics, 1996). Desde luego, ajustar los incentivos privados a los sociales en la práctica es otro cantar, porque las medidas de costes y beneficios externos no son ni uniformes ni evidentes.

¿Quién termina pagando las tasas judiciales?

Es importante recordar que en España las tasas judiciales quedan comprendidas dentro de la posible condena en costas a la parte perdedora en el pleito (quien pierde y es condenado a pagar las costas de la otra parte, tendrá que pagar también las tasas judiciales que la parte ganadora haya pagado). Ya que la regla de condena en costas determina quien finalmente soporta el incremento en las tasas judiciales, las consecuencias de las tasas sobre las decisiones de los agentes son distintas en función de que las tasas se recuperen por la parte ganadora del pleito y recaigan en su totalidad en la parte perdedora (regla del vencimiento) o no.

Con la regla del vencimiento, el incremento en las tasas judiciales desincentiva la presentación de demandas y eleva los costes esperados para los demandados. El primer efecto es más importante en el caso de demandas con baja probabilidad de éxito, el segundo es más importante en el caso de demandas con alta probabilidad de prosperar. Esto quiere decir que el efecto de las tasas judiciales podría ser el de reducir la litigiosidad (haciendo menos probables las demandas con baja probabilidad de éxito) y simultáneamente desincentivar los comportamientos que llevan a demandas con altas probabilidad de éxito (por el incremento en los costes al que se enfrenta el demandado en caso de condena).

Lo que complica extraer conclusiones de estos principios elementales es que en España cada jurisdicción (civil, laboral, contencioso-administrativa) sigue sus propias reglas en materia de condena en costas y, además, las reglas cambian entre la primera instancia y las posteriores.

El orden civil sigue en primera instancia el principio del vencimiento, común en los países europeos: quien gana en sus pretensiones es compensado en sus costes de litigar -con el límite de un tercio de la cuantía del litigio- por la parte perdedora. Para los recursos, la regla es más compleja, pues solo hay condena en costas cuando se desestiman totalmente. En los demás casos cada parte paga sus costas (incluidas las tasas judiciales). En la jurisdicción laboral, en primera instancia esencialmente no hay condena en costas (aunque este régimen es irrelevante en materia de tasas, pues no las va a haber en la primera instancia laboral). Para los recursos, en los tribunales de lo social se sigue el principio del vencimiento, aunque con notables excepciones en favor de sindicatos, funcionarios y personas con derecho a asistencia jurídica gratuita (los trabajadores y beneficiarios de la seguridad social gozan de ese derecho en ciertos casos). Además la condena en costas está limitada a 1.200 o 1800 euros, con lo que las tasas probablemente quedarán, de hecho, fuera de este límite, dados los restantes costes de litigar. En lo contencioso-administrativo, antes de final de 2011 esencialmente no se establecía condena en costas en primera instancia, pero ahora se ha adoptado el principio del vencimiento (y formalmente sin el límite del tercio de la cuantía del proceso). En fases de recurso, también se ha aproximado al sistema de la jurisdicción civil.

Conclusiones

Las tasas judiciales son un elemento presente en casi todos los países de nuestro entorno, y desde este punto de vista no pueden descalificarse en sí mismas como una medida  atentatoria contra el derecho de acceso a la justicia, pues de ser así toda Europa estaría negando este derecho fundamental.  Por dar un ejemplo, con las nuevas medidas el sistema español se parece mucho al portugués, aunque en este la escala de tasas es más compleja.

Los efectos negativos de las tasas sobre la equidad en el acceso a la justicia se podrían corregir fácilmente: introducir exenciones variables condicionales a la renta o dedicar una parte del nuevo importe de las tasas a ampliar la asistencia jurídica gratuita. Si se hiciera así, se podría incluso mejorar de hecho la equidad en el acceso a la justicia.

Un diseño adecuado de tasas judiciales conjuntamente con otros instrumentos puede, en principio, servir de mecanismo para ajustar mejor las decisiones individuales de litigar con el bienestar social al tiempo que pueden contribuir a financiar la administración de justicia. Los efectos externos que no tienen en consideración los individuos cuando deciden demandar pueden ser tanto negativos (costes para la administración de justicia, esencialmente) como positivos (disuasión de actividades ilegales). Por lo tanto, alinear los incentivos privados con los sociales, requeriría ajustar las tasas al valor social de distintos tipos de demanda, desincentivando unas y promoviendo otras que tuvieran un efecto disuasorio importante (demandas colectivas de consumidores, demandas contra normas de aplicación general, recursos para unificar el derecho, entre otros).

El nuevo régimen tiene en cuenta solo marginalmente el valor social de distintos tipos de demanda (procedimientos en defensa de derechos fundamentales), por lo que se puede inferir que  la motivación del mismo ha sido exclusivamente la reducción de la litigiosidad privada y la financiación de la administración de la justicia.

Asociar las tasas a la regla de vencimiento, junto a las costas (que haría que la parte ganadora quedara de hecho exenta), es una decisión adecuada para desincentivar demandas con poca probabilidad de éxito. No obstante, incluir las tasas en la condena en costas hará depender  los efectos de las tasas sobre las conductas de litigación de las reglas sobre condena en costas, que en la legislación española tienen enorme complejidad y variedad.

Disuadir la litigiosidad privada tiene límites y puede generar efectos adversos. Por ejemplo, en relación con los procedimientos ejecutivos, la alternativa a presentar la demanda ejecutiva normalmente será acudir al cobrador del frac o incluso a medios aun peores de recuperar lo debido. Disuadir a los acreedores del cobro de sus créditos por medios legales no parece un objetivo social muy deseable.

También es discutible el trato de favor concedido a los entes públicos, exentos de la tasa a pesar de que gozan ya de muchos privilegios procesales y de características propias (costes de litigar fijos y no variables, serios obstáculos al acuerdo extrajudicial) que los hacen proclives a ser demandantes y recurrentes poco alineados con el bienestar social.

 

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